Pensar
en la época en la que el cinematógrafo aún no existía me entusiasma. Me hace
sentir curiosa. Como se trata de un tiempo previo al nuestro, es inaccesible a
la experiencia y se torna especulativo por naturaleza. Entre lo poco que
alcanzo a figurar de ese entonces es que todas las imágenes compartidas (a
excepción del presente que capturan los ojos, de la realidad) eran estáticas. Nada se movía. Dibujos y pinturas
congelados, encarnados en papel o piedra, tallados en madera, bordados en
algodón, transportables, palpables; fáciles de quemar; de copiar; pero fijos.
Las películas no existían aún y, a excepción de los sueños, en la imagen no
había tiempo para ver los impulsos y las trayectorias.
Cuando
pienso en esta época sin ilusiones de luz y sombras, me gusta imaginarla en
Japón. Una vez más, la condición insular japonesa funge como un filtro de
particularidades exquisitas. El primer film japonés visto con éxito en el cinématographe, en 1897, mostraba
conocidas panorámicas de la ciudad de Tokio, entre ellas, el puente Nihonbashi;
por su parte, el primer comercial jamás filmado, 1898, constaba únicamente de
las tomas centrales de tres geishas bailando. Si bien había movimiento al
interior del encuadre, era como si a la cámara no le gustara desplazarse y
confundir aún más las cosas. En Japón la tradición teatral era tan fuerte que,
en un principio, el nuevo arte cinematográfico introducido al país no conseguía
imaginar convenciones dramáticas propias. Por los próximos diez años, la mirada
del cine permaneció así, como la de quien mira un escenario. De alguna manera el
peso de las artes antiguas retrasó la formación de una gramática
específicamente cinematográfica.
Pero
volvamos a aquél tiempo sin cine.
Por
supuesto, en las representaciones pictóricas de dicho tiempo hay un sinnúmero
de trabajos que atendiendo a la dinámica de la composición, la profundidad y
las intenciones del dibujo, son perfectamente capaces de enunciar acciones,
principios y desenlaces en lo capturado. Los mándalas, que son parte
fundamental del imaginario budista, son un ejemplo magnífico de una trampa que
obliga a dinámicas móviles; al tratarse de conjuntos de figuras y formas
geométricas concéntricas, si bien pretenden ser fuente de concentración y
focalización de la mente, su constitución concéntrica (de equidistancia con
respecto a un centro) evoca el eterno retorno de los ciclos de la naturaleza:
ahí hay movimiento. De otro tipo, pero las imágenes se mueven.
Ahora,
el arte japonés (en una generalización bastante irrespetuosa) se conforma
principalmente de imágenes bidimensionales, como las del anime. Tengo esta
teoría meramente intuitiva en la que gracias a esas formas planas, pero
realistas, fue más fácil generar transiciones animadas. Desde hace casi más de
un milenio, en el periodo Kamakura (1186-1340) los japoneses producían rollos
de papel con dibujos de animales vestidos como humanos y realizando actividades
en sociedad y cultura. La idea era que, mientras el espectador los iba
desenrollando, una historia fuera contada a partir de cambios cronológicos en
el dibujo.
De igual forma, el anime
japonés es el resultado de tomar una serie de imágenes bidimensionales individuales
y articularlas en una secuencia transitiva de manera tal que den la impresión
de movimiento continuo. Así es como la animación se vuelve una herramienta
especialmente apropiada para visualizar información. Para representar el cambio
en el transcurso del tiempo; para representar la causalidad; para señalar todo acto
que exprese un flujo comunicativo. Como lenguaje narrativo acompañado de un
número inacabable de metáforas y formas retóricas.
Así es como imagino que hace
tiempo, cuando el cine no existía, gracias a la animación era posible la
representación del cambio; así se introducía en la ecuación de la cultura
material al tiempo. Pero no debemos de dejarnos engañar, dicho movimiento no
existe en la realidad. Es sólo una ilusión de movimiento. Una ilusión grave,
como aquella que acaece notoriamente en la estrecha relación que tienen el
anime y los mangas. Estos últimos llegan a compartir las mismas historias y,
aunque las imágenes del manga son estáticas y las del anime no, los
espectadores saben que ambas se mueven porque justo eso es lo que significa una
imagen animada o un personaje animado: movimiento. Vida.
Me gusta como escribes.
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