lunes, 1 de julio de 2013

Imágenes en el tiempo


Pensar en la época en la que el cinematógrafo aún no existía me entusiasma. Me hace sentir curiosa. Como se trata de un tiempo previo al nuestro, es inaccesible a la experiencia y se torna especulativo por naturaleza. Entre lo poco que alcanzo a figurar de ese entonces es que todas las imágenes compartidas (a excepción del presente que capturan los ojos, de la realidad) eran estáticas. Nada se movía. Dibujos y pinturas congelados, encarnados en papel o piedra, tallados en madera, bordados en algodón, transportables, palpables; fáciles de quemar; de copiar; pero fijos. Las películas no existían aún y, a excepción de los sueños, en la imagen no había tiempo para ver los impulsos y las trayectorias.

Cuando pienso en esta época sin ilusiones de luz y sombras, me gusta imaginarla en Japón. Una vez más, la condición insular japonesa funge como un filtro de particularidades exquisitas. El primer film japonés visto con éxito en el cinématographe, en 1897, mostraba conocidas panorámicas de la ciudad de Tokio, entre ellas, el puente Nihonbashi; por su parte, el primer comercial jamás filmado, 1898, constaba únicamente de las tomas centrales de tres geishas bailando. Si bien había movimiento al interior del encuadre, era como si a la cámara no le gustara desplazarse y confundir aún más las cosas. En Japón la tradición teatral era tan fuerte que, en un principio, el nuevo arte cinematográfico introducido al país no conseguía imaginar convenciones dramáticas propias. Por los próximos diez años, la mirada del cine permaneció así, como la de quien mira un escenario. De alguna manera el peso de las artes antiguas retrasó la formación de una gramática específicamente cinematográfica.

Pero volvamos a aquél tiempo sin cine.

Por supuesto, en las representaciones pictóricas de dicho tiempo hay un sinnúmero de trabajos que atendiendo a la dinámica de la composición, la profundidad y las intenciones del dibujo, son perfectamente capaces de enunciar acciones, principios y desenlaces en lo capturado. Los mándalas, que son parte fundamental del imaginario budista, son un ejemplo magnífico de una trampa que obliga a dinámicas móviles; al tratarse de conjuntos de figuras y formas geométricas concéntricas, si bien pretenden ser fuente de concentración y focalización de la mente, su constitución concéntrica (de equidistancia con respecto a un centro) evoca el eterno retorno de los ciclos de la naturaleza: ahí hay movimiento. De otro tipo, pero las imágenes se mueven.

Ahora, el arte japonés (en una generalización bastante irrespetuosa) se conforma principalmente de imágenes bidimensionales, como las del anime. Tengo esta teoría meramente intuitiva en la que gracias a esas formas planas, pero realistas, fue más fácil generar transiciones animadas. Desde hace casi más de un milenio, en el periodo Kamakura (1186-1340) los japoneses producían rollos de papel con dibujos de animales vestidos como humanos y realizando actividades en sociedad y cultura. La idea era que, mientras el espectador los iba desenrollando, una historia fuera contada a partir de cambios cronológicos en el dibujo.

De igual forma, el anime japonés es el resultado de tomar una serie de imágenes bidimensionales individuales y articularlas en una secuencia transitiva de manera tal que den la impresión de movimiento continuo. Así es como la animación se vuelve una herramienta especialmente apropiada para visualizar información. Para representar el cambio en el transcurso del tiempo; para representar la causalidad; para señalar todo acto que exprese un flujo comunicativo. Como lenguaje narrativo acompañado de un número inacabable de metáforas y formas retóricas.

Así es como imagino que hace tiempo, cuando el cine no existía, gracias a la animación era posible la representación del cambio; así se introducía en la ecuación de la cultura material al tiempo. Pero no debemos de dejarnos engañar, dicho movimiento no existe en la realidad. Es sólo una ilusión de movimiento. Una ilusión grave, como aquella que acaece notoriamente en la estrecha relación que tienen el anime y los mangas. Estos últimos llegan a compartir las mismas historias y, aunque las imágenes del manga son estáticas y las del anime no, los espectadores saben que ambas se mueven porque justo eso es lo que significa una imagen animada o un personaje animado: movimiento. Vida.


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